Apuntes Salvajes




I
La historia era de alguien que escribía cartas al pasado; alguien que trataba de escarbar algo de su historia, haciendo énfasis en sus errores, en las cosas que no pudo hacer y obviamente en las cosas que nunca tuvo. Esas cartas poco a poco revelaban un proyecto nuevo de vida, principalmente: viajes y muertos. Se hallaron cincuenta cartas, un bloc vacío con un epígrafe ilegible, unas balas y un labial. No hay nombres, no hay huellas (no pregunten por qué); tampoco hay una casa, ni un apartamento. Todo se encontró debajo de un puente, por casualidad. No sé nada. No sé ni cómo comenzar, y mucho menos a quién pedir ayuda. Nunca tuve la presencia de mis padres: papá desapareció cuando tenía 5 años, no sé si huyó de nosotros, o si realmente murió. A ti escribo esto, porque sé que pese a que estás muerto puedes darme la respuesta. Yo te busco todas las noches, miro hacia arriba y trato de encontrarte dentro del cielo. Trato de verte en cada gramo de estrella, en cada nube que se disuelve con el viento. Igual, sé que fracaso porque desde dónde estás no me ves y no me reconoces. Han pasado muchos años y ahora soy distinto, ya no cargo esos anteojos azules enormes de cuando era niño; la camiseta de pescados que odiabas la tuve que regalar; ahora soy mucho más grande, quizás mucho más delgado y, sobretodo, pelegrino. Viajo siempre, no puedo quedarme en ningún lugar porque siento que alguien me quisiera matar. No sé si huyo de alguien, o de mí mismo, o de este pasado que evoco siempre, escribiéndote a ti, abuela, o al tío, o a William Brett, o al mismo abuelo. A veces tengo miedo. Sentía que me encontraba frente a un personaje extraño, algo nostálgico y cobarde. La letra de sus cartas era bastante pequeña, casi que insegura, eso me mostraba algo de su personalidad: lento, obeso, fastidioso, pero pese a todo, audaz. La carta, la número treinta y dos, no decía mayor cosa. Me interesaba por un nombre, por el único dato que aparecía: William Brett. ¿Un William Brett en Colombia? Pasaron los años y me aburrí, por eso llegué a la ciudad, a Bogotá, no sé por qué, caminando me detuve aquí. A veces iba a Cali, a Pasto, a Medellín, al mar en Cartagena, y después volvía a la capital. A veces hacía un salto a Venezuela, o a Panamá a vender algunas baratijas, y volvía a Bogotá. Cómo te dije antes abuela, y como creo que te he dicho siempre, alguien me persigue, por eso viajo… viajo mucho, conozco millones de lugares: pueblos, ciudades, capitales, etc. Sé que alguien me persigue, pero no sé quién es. A veces trato de pensar y recordar mi infancia, y siento que lo he visto antes. Lo imagino y me tiemblan las piernas, sudo frío, me dan nauseas y salgo corriendo. Corro cuando de pequeño acompañaba a mi papá al estadio, allá en la Patagonia; cuando lo acompañaba a correr por el campo, mientras insultaba a uno que otro italiano, o mapuche maloliente. Me gusta correr, me siento atleta. Creo que corro igual de rápido a cuando de pequeño te buscaba por un beso; o cuando huía de la ducha o de los asquerosos remedios que papá o el abuelo daban para mejorarme. (…) ¿Abuela, no me ves? Aquí estoy al lado tuyo, con mi camiseta de pescados, con mis frías manos que buscan tu anteojos, o tus manos para que me lleves al parque. ¿Dónde estás? Esta noche salí a buscarte y no te encontré, así como cuando me llevaron a saludarte y no te veía más, te habías escondido en un ataúd, te habías muerto para no volverme a ver jamás. Desde ahí no te veo, te recuerdo mucho. No paro de escarbar en la tierra, en mi mente, buscándote, y sé que te encontraré.

II
El cuerpo reposaba en un árbol en La Calera. La soga soportaba el cuerpo muerto comido por las moscas. En el pantalón encontraron una tiza blanca y un puñal; en la camisa un bolígrafo. Bustillo se asqueó y vomitó, no podía creer las condiciones en las que había quedado el cuerpo. Sacó su celular y mandó un mensaje de texto. Pidió que lo llevaran a la Morgue y que hicieran lo posible para que el padre se enterara.

III
Al señor Y, en Argentina, le habían dicho algo de suma importancia. Tras años de esperan, algo lo había llevado a la Península Valdés, al norte patagónico, en busca del hijo de Butch Cassidy, se decía que no había muerto como se decía, sino que había logrado huir de la policía y junto a su caballo había logrado escapar, inicialmente a Chile, después a Bolivia y por último a Paraguay. Se decía que había regresado a la Argentina a reclamar un dinero por el trabajo que había hecho en el año de 1942. Se sabe que indignado había llegado a la Patagonia exigiendo su dinero, pero en realidad, jamás lo recompensaron. Trató de buscar a su amigo Osvaldo Soriano, pero se dice que le dijeron que había muerto. Luego de maldecirlo, compró otro caballo y fue al mar; se refugió durante un largo tiempo en Puerto Madryn y después se fue a la Península. No se sabe a qué, no se entiende en qué momento, el hijo de Butch Cassidy, había cambiado su silbato de árbitro, por paseos ecológicos. El señor, digamos de una vez, el detective Y, una persona de unos setenta años de edad, algo obeso, con poco pelo blanco y un bigote grueso; exponía como siempre su pequeño tamaño: su figura encorvada y baja. Se notaba cómo había envejecido, cómo ayudar con la ley, cómo divertirse al póker y al Gancia, había pasado fugazmente. Ahora se sentía viejo, con ganas de terminar su trabajo, de encontrar ese tesoro clave que le habían arrebatado en el futuro. No le importaban las condecoraciones, los agradecimientos de los militares, los hombres que habían muerto por una causa justa mientras lo ayudaban con su trabajo: él quería encontrar a Cassidy, hijo. Darle su merecido y encarcelarlo de una vez por todas. A oídas había sabido que estaba en el sur; viajo hacia allá, dejando las enormes construcciones de Buenos Aires, para acercarse a un paisaje totalmente rústico y seco. Más abajo iba, más pobre y monótono era el paisaje. Jamás había salido de Buenos Aires, estaba asustado, no se identificaba con ese otro país, con esa otra parte que había sido de sus padres, de sus jefes. Veinte horas después de viaje, logró llegar a Puerto Madryn; tenía dolor de espalda y las hemorroides durante el viaje se le habían alborotado. Compró una crema cerca a la playa y después, en el hostal, se la puso. Durmió y después salió a la búsqueda del tesoro. Cargaba con una foto vieja de Cassidy, hijo; quizás ahora tuviese más canas, menos pelo; un poco menos atlético. Nadie le dio respuesta, nadie lo había visto, nadie lo reconocía. Algunos lo confundieron con el cura del pueblo, otros con el comisario. Casi a la medianoche, Y logró hablar con un tipo algo calvo que decía ser el dueño de un hostal. Le dijo que había hospedado a alguien similar al de la foto; que habían jugador billar, había tomado unas cervezas y que después había desaparecido. “¿Pero este es el mismo hijo de puta que le robó el mundial a Alemania en el 42? No puedo creer que yo haya sido tan pelotudo de tratar con este hijo de re mil putas. Me dijo que se iba a la Península, a robar sal para vender en Bolivia. Qué boludo yo”. Y salió a la Península, fue por su auto y emprendió camino. La distancia era corta, pero Cassidy podía meterse por cualquier parte, con su caballo, con su astucia invisible, con la misma que había podido burlar a más de uno. Se encaminó hacia el desierto y allá, la verdad y el destino, se le revelarían.

IV
Las noches no son las mismas desde cuando te fuiste. Te sigo esperando en la puerta, mamá. Te escuché discutir con mi papá y vi como te fuiste mientras llovía. Como tomaste el taxi y te fuiste. Mi prometiste que volverías, pero mírame, acá sigo, sólo, triste y solitario en el final de mi vida. Mamá, qué te hice, ¿te asusté? ¿Pensaste que sería distinto?¿Te desilusioné? Mamá, acá te espero, date prisa, tengo hambre y papá no para de discutir con el vecino. (…) Mamá, qué pasa, han pasado quince años, o más, y no llegas, no sé de ti. ¿Dónde estás? Renunciaste a mí, renunciaste a este joven que soy ahora; a este idiota que decora este mundo. Mamá, ¿dónde estoy? dime que me escuchas detrás de la puerta mientras hablas con papá. Dime que me estás cubriendo con las cobijas mientras sueño que estamos en Francia, en algún lugar lejano de vacaciones, los tres. Acá sigo, esperando con los tiquetes en la mano, con las valijas hechas. Sigo viajando, sigo buscándote y no te encuentro. Han pasado canciones, músicas disonantes, muertos, sangre y lágrimas. He olvidado tu rostro, he perdido tu abrazo, tu risa ha desaparecido, tu aroma se mezclo con las calles podridas de esta ciudad. ¿Dónde estás? Te fuiste para siempre con tu recuerdo.

V
Cuál era mi interés por este sujeto: ¿las cartas o las balas? Las cartas hablaban de su infancia, que revelaban eso que ya he dicho, una persona inquieta, solitaria, con muchos defectos, con un pasado bastante oscuro. Quería descubrir qué escondían esas páginas viejas y translúcidas; quería poder saber qué guardaban, que sujeto había detrás de esto. Me inquietaba: comencé con William Brett. No encontré nada, sólo un par de cuentos donde él era el protagonista. El autor era un argentino cuyo nombre olvidé, pero me inquietaba aún más el hecho que le escribiera cartas a un famoso. No conozco los cuentos, no me gusta leer. Traté de localizar al autor, pero ya estaba muerto. La misión se hacía un poco más complicada, no sabía qué hacer. William Brett… imposible, no tenía ni idea.

VI
Compré el periódico, como todas las mañanas. Salí con mi perro a correr un poco, pero como siempre, terminé corriendo detrás de él. Cuando por fin lo pude alcanzar, nos detuvimos en la tienda de la esquina, desayuné y comencé a hojear las páginas del periódico. Me interesaron particularmente dos noticias, la primera era el asesinato de cinco cuerpos, en distintas zonas de la ciudad. Se decía que tenían cierta relación porque el asesino había dejado el mismo objeto al lado de los cadáveres. Además, los cuerpos habían sido asesinados con la misma arma, hecho que evidenció el perfil del criminal. Pero no todas eran buenas noticias, no había dejado huellas. La policía seguiría buscando información, llevando el caso hasta las peores consecuencias. Sabía que pronto lo llamaría para que ayudara con el crimen. La otra noticia tenía que ver con la diva del momento, Alejandra Gaviria, quien firmaría un contrato para la revista de moda para desnudar su cuerpo. Recordé cuando hacía no más un par de años la había tenido en mi cama, encima mío, entre mis labios después que le había salvado la vida. El corto romance me traía igual buenos recuerdos; entendía que yo no estaba para grandes amores, sino para pequeñas aventuras. Había besado a más de cien mujeres, había ya perdido la lista de todas las mujeres con las que había estado en la cama. La foto de Alejandra me hizo sentir cierto cosquilleo en el estómago, traté de sonreír y me marché a la casa. De camino a casa, Bolton, el perro, siguió arrastrándome, era increíble cómo yo tenía que transformarme en el guardián de mi propio perro. Él es un labrador de segunda, más alto de lo normal, con un color dorado intenso; es algo obeso, pero tiene mucha fuerza. Le gusta correr, pero come más de tres veces al día. Es relativamente joven, y es castrado.

Llegamos a la casa y noté que tenía cinco llamadas perdidas en el celular y tres mensajes en el contestador de la casa: “Lo necesitamos en la estación”, “¿qué pasa que no llega?”, tiré el teléfono al piso, dormí una siesta, soñé con Alejandra. Me desperté y salí para la estación. El coronel Bustillo me recibió con una puteada, me preguntó que dónde mierda andaba, que no eran horas para llegar al trabajo. No le pedí perdón, me tomé el atrevimiento de gritarle, de decirle que yo vería qué mierda hacía. Con el coronel tenemos una relación de amor y odio, pero pese a todo somos un buen equipo. Trabajamos desde hace unos treinta años, él está al borde de la muerte, yo estoy al tope de mi carrera.
La misión, como dice el coronel, aunque él sabe que odio esa palabra, es ir tras los pasos del asesinato urbano: cuatro muertos, un mismo asesino, cuatro pruebas, un asesino. Siempre la misma historia, pero al final todos caen.

VII
Las cartas las encontré el día que volví a casa, ¿cuál casa? El pueblo estaba en el piso, las calles de la infancia estaban invadidas por paredes, ventanas rotas; calles hundidas en un vacío cóncavo y profundo. No había pueblo, todo era silencio, todo era destrucción y ausencia. Los recuerdos de las calles, las competencias en bicicletas; las apuestas con mis amigos, el primer beso fugaz en la plaza, habían sido suprimidos por una fuerza gigante y malvada, un puño en seco que había destruido todo. Buscaba mi casa y no la encontraba. Caminaba, pero no encontraba una señal, no reconocía; buscaba el olor de mi madre, el sabor de la comida de mi abuela, el aullido de mi perro. Todos los años de mi infancia estaban enfrente mío, destruidos.

Estaba ahora ahí, enfrente de la inmensidad acaba, buscando mi casa, buscando mi pasado, buscando mis cosas; veía ese pueblo y me sentía viéndome en un espejo, a veces sentía que estaba destrozado como esa casas, mi corazón, mi ánimo. Sentía que volver a casa me hacía sentir lo vulnerable que era. Verme ahí, recordando mi infancia, me rendía cuentas sobre mi presente, sobre la vida clandestina que llevaba en la capital; una vida ruda, de muertos: una vida de detective que nunca esperé, que me llegó de la nada cuando aquella mañana de lluvia en Bogotá un señor se escapaba después de apuñalar a mi hermano en la Terminal. En esos años, no tenía lujos, solo tenía recuerdos en mi corazón, la foto de mi familia, los besos de mi abuelo, las caricias de mi padre; en esos años pensaba en ser músico, en tocar en Nueva York, o en Europa, fusionarme con mi chelo y ser música. Corrí mucho en Bogotá, ese día, entre la lluvia, salí por la terminal, perseguí al ladrón, a ese asesino. Llegué a la avenida Boyacá, y saltamos y frenamos carros; corrimos entre trancones, me vi como en esas películas que veía en la televisión cuando era chiquito; cuando mi papá me decía “Hijo, no puedes ver esto. Vete a hacer tareas”; tareas que nunca hacía, me entraba a mi cuarto y por el entre abierto de la puerta veía balas, peleas, sangre, persecuciones, y era feliz. Ahora era yo ese que corría, eso que buscaba venganza y respetar el honor. Seguimos corriendo y en cierto momento, logré alcanzarlo. Lo agarré del cuello y lo boté hacia un carro; era una señora quien lo conducía y lo primero que hizo fue gritarme “¿Qué hace?”; yo no respondí y seguí golpeando al ladrón, ya no era la rabia que me invadía por hacernos robado la plata, el único capital con el que contábamos para sobrevivir en la capital, sino el haber herido a mi hermano. Su mano tenía sangre, le dije algunas groserías, le di algunos puños en el estómago, un rodillazo. “Señor, ¿por qué le pega?”. “¿Qué quiere de mi?”, le apliqué una llave y pedí que llamaran a la policía. El tráfico ahora estaba peor; ambos estábamos en la mitad de la vía impidiendo el paso, hasta que la policía se lo llevó. Lo que nunca esperé es que el policía que vendría fuese un viejo amigo del pueblo; el me dijo de pasar por la estación y bueno, pasaron los días, los meses y los años y mi trabajo funcionó siempre. Ahora, de vacaciones, regresaba a mi infancia, a mis días felices, enfrente del holocausto, en frente de la muerte. El terremoto se había llevado todo.

VIII
“Che, regreso a Baires con Brett. Por fin tengo a este hijo de puta. Me pegó un tiro en la pierna, pero por suerte estoy mejor. Esperanos para que lo conozcas, el pelotudo dice que es inocente, que la culpa es de Soriano. Saludame a mi mujer, Y”.

IX
Había llegado al último lugar del crimen, había escuchado las declaraciones de los testigos en el barrio de Pablo VI, había ya estado en el norte, en Voto Nacional, y evidentemente, no había huellas, no había marcas que ayudaran a revelar el asesino: sólo cinco muertos. Todos los cuerpos habían sido apuñalados en el estómago, y todos estaban inscritos dentro de un círculo pintado en el pavimento con distintas letras. Llevaba cuatro y la última que se leía, era una E. Anotó eso en su agenda y siguió analizando el lugar, los cuerpos los habían retirado hacía varias horas, sabía que tenía que ir a la morgue y hablar con los forenses, cuando estaba por irse, un policía lo detuvo y le dijo que habían encontrado algo. Le pasó una bolsa, le agradeció y se fue. Caminó hacia la calle 53 y paró un taxi. En el caminó vio una valla publicitaria con la foto de Alejandra, la recordé desnuda al lado de su cama, se sintió incómodo y miró para el otro lado. En el horizonte desvanecía el día, estaba cansado.

X
Pienso volver, creo que es hora de regresar a buscarlo, padre. Estuve planificando mi regreso; estuve pensando qué hacer, escribí todo en mi cuerpo y ahora estas páginas tengo que abandonarlas. He viajado por todos lados y creo que aquí es donde tengo que dejarlas. Tengo que abandonar mi vida, tengo que ser otro para entenderlo, para verme con mamá y recordar el beso de mi abuela. No tengo más palabras, las lloré todas; como escritor de poesía, he gastado mi tinta revelándome mi vida, ahora tengo que abrir la puerta e irme. William Brett, voy hacia usted.

XI
“Yo no escuché ningún ruido extraño, yo salía a comprar el pan para la cena y algo de leche, y vi un señor con una gorra que salía corriendo. Cuando me adelanté, vi que la sombrita que veía de lejos era un señor que se estaba muriendo”. “Yo escuché un grito, me asomé por la ventana y vi a la señora muerta”. “Yo vi a un muchacho arrastrando a un cuerpo dentro de un círculo que había pintado como en tiza. Me dio mucho susto y me escondí detrás de un poste, no me hubiera gustado ser yo la muerta”. “El señor me pidió una Pepsi, se la tomó y cuando salió un muchacho lo envistió con un cuchillo, después se lo llevó. Yo llamé a la policía y no supe más”. “Mas bien bajito y gordito; tenía unos jeans rotos en las rodillas y tenía un saco de lana gris. Tenía los ojos negros, pero el pelo como castaño claro. No señor, el señor era un poco más delgado. Eso, eso, el dibujo está bien; aunque alárguele un poquito los labios y agrándele la nariz. Si. Que por qué. Porque yo me había caído cuando me bajé del bus, el señor me ayudó a pararme y me pidió una dirección después. Tenía un acento raro. Yo le dije que iba cerca de ese lado y caminamos las cuatro cuadras. Me dio las gracias. Su mirada se me hacía extraña y lo miré fijamente. Vi que se agachó y pintó algo. Yo me entré a la casa y, al rato, cuando salí a misa vi que había mucha gente en un mismo lugar. Me estaba acercando y escuché que decían de llamar a la policía, de llamar una ambulancia urgente. De pronto alguien gritó ‘se murió’ y reconocí el dibujo. Me asusté y comencé a regar el chisme. Alguien me dijo que había visto a la misma persona en la panadería, que estaba un poco sudoroso y pálido, pero que después se fue. No, no, le dije que le alargara la boca señor. Eso, ahora sí, ahora sí”.

XII
Pocos son los momentos que tengo para sentarme en este viejo escritorio y escribir cosas. El laburo poco tiempo me deja para reflexionar sobre tantos años de estar pensando en muertos y en asesinos. Mi vida se ha debatido entre la vida y la muerte, entre el agua y la sangre. Estoy cansado, tantos años en esto me han llevado a sentir un gran cansancio. Estoy agotado, tantos asesinos atrapados, tantas pistas reveladas, tantos inocentes culpables. Pocos momentos son los que he podido estar con mi esposa y con mis hijos, me dicen que soy el único pelotudo que se liga a una chica durante tanto tiempo. Que soy el más romántico de todos en la policía. No se equivoca, soy un pelotudo, pero porque no puedo parar de pensar en mi esposa y en mis hijos. He tenido cualquier basura en frente mío, he tenido todo un país ausente y desaparecido en los años setentas, yo mismo tuve que desaparecer del panorama; no está bien visto un detective dentro de una dictadura; sientes que te buscan, que te necesitan para ayudarlos, para venderte como una mina y violarte, o para matarte. He vivido de todo, he tenido las peores experiencias en esta vida que tengo, aunque trate de tomármela a la ligera. Siento que estoy al final de mi carrera; quiero disfrutar mi pensión y vivir mis últimos años en calma, sin tener que pensar en los criminales, en los hijos de puta que arruinan la dignidad de este país. Quiero olvidar a Brett, a ese bastardo que me inquietó mis últimos 20 años de profesión; ese imbécil que se escondió por todo el país, sur, norte, este, oeste; en Chile, en Paraguay, en Uruguay, en Brasil; ese pelotudo que arruinó a Italia en los años 40, arrebatándole los títulos de fútbol; ese guacho que se unió a los Mapuches y jugó a ser el vaquero sudamericano. Sin duda se creía Butch Cassidy, su padre, muerto en el Sur, en este sur laberíntico y oscuro con hambre de gol. William Brett me persiguió en este tiempo, no lo podía atrapar porque él estaba detrás de mí, detrás de mis sueños, de mi trabajo, de mi familia: era una obsesión que no podía vencer. Por fin, ayer logré encontrarlo, rendido a mis pies como un león, hecho una sombra, como un cuerpo viejo y escalofriante. Me dijo que era inocente, que había hecho lo correcto. Confesó que los nazis le habían pagado mucha guita para que les ayudara a ganar el mundial jugado en la Patagonia, pero que los Mapuches al final lograron salirse con la suya y destruir otra de las utopías nazis. Contó que estuvo perseguido por Franco y por algunos fascistas llegados a Sur América. Me contó que había tenido un hijo con una chica que había olvidado, que ahora lo estaba buscando para pedirle perdón y aceptar que fue un cobarde. Me entregó el silbato con el que había pitado la final en la Patagonia, el rifle con el que había asesinado a tanta gente en Ushuaia y una carta ilegible. Me preguntó por Osvaldo Soriano y le dije que había muerto, sonrió y dijo “hijo de puta”, yo lo encerré y escuché que lloraba. No pidió llamar a nadie, ni a contratar un abogado. No estoy tranquilo, pensé que iba a ser un caso difícil, pero creo que va a pasar algo, no sé, mi intuición non falla. Ahora, quiero comer asado y una cerveza, quiero estar libre unos días y ver la tele. Quiero descansar.

XIII
Sabía que no era un imbécil, que las letras encontradas T-B-T-R-E, formaban Brett. Recordó las cartas encontradas en su pueblito, pero le pareció una coincidencia estúpida. No creía que fuera el mismo William Brett del hombre deprimido, ahora asesino, de esas cartas casi ilegibles. ¿Había coincidencias? Nunca en su trabajo. ¿Podía ser una coincidencia? Por qué no… llamó al coronel Bustillo, le contó de su descubrimiento, pero este lo mandó a la mierda, le dijo que no fuera tan imbécil, que esas cosas no tenían coincidencias. Que no fuera tan huevón y que se pusiera serio y que trabajara serio, que si no lo echaban y que le importaba un culo. Al rato calló al coronel, diciéndole que pensara lo que quisiera, que no fuera tan cretino y que le dejara hacer su trabajo. Le tiró el teléfono y siguió mirando las fotos. B-R-E-T-T… T-E-R-B-T, R-E-B-T-T; nada tenía sentido, se tomó un aguardiente y siguió pensando. Sacó las cartas que tenía, y trató de crear algún orden. Supuso hallar la última carta y leyó “estuve planificando mi regreso”. ¿A dónde? ¿Qué querrá decir este marica con esto? B-R-E-T-T… William Brett, “voy hacia usted”, “padre”. ¿A quién le importa? ¿Para qué quería poner en evidencia eso? B-R-E-T-T. Pensó en los barrios donde habían sido los crímenes: Pablo VI, Santa Ana, Chapinero, Voto Nacional y el Minuto de Dios. Sacó un mapa de Bogotá y encontró las zonas, unió puntos y vio cómo se formaba un triángulo casi que isósceles, cuyo vértice indicaba el sur. Trató de vincular esos puntos, que en realidad eran barrios, con las letras: B-R-E-T-T, Minuto de Dios, Santa Ana, Pablo VI, Chapinero y Voto Nacional. Pensó en Borges y en Lönnrot, se sintió engañado, pensó que era alguien que lo estaba persiguiendo y que lo quería matar. Pensó en Scharlach y soñó que corría por un callejón oscuro y sin salida mientras huía de él, de pronto lo convencía de un error que había cometido y le pegaba un tiro en la sien. Se vio en una calle de San Victorino acosado por un drogadicto. Estaba consternado, estaba cansado; el perro comenzó a ladrar por el balcón de la casa, trató de callarlo y no pudo; después fue por comida y vio que el perro había agarrado su maletín y lo estaba mordiendo. Lo persiguió un rato y no pudo quitárselo. Apagó la luz, se recostó en el sofá y encendió la televisión y se quedó dormido mientras trataba de entender ese pasticce. No podía creer que una casualidad pudiera ser la respuesta a esos crímenes y a esas cartas. Igual, lo tenía todo, pero no sabía nada.

XIV
La bolsa que me había pasado la policía no la había querido abrir todavía; quería ir a la morgue y analizar los cuerpos y después atenerme a lo que me podía esperar. Había salido de la casa caminando, como todos los días, pero estaba un poco prevenido: me sentía asustado, creía que todos a mi alrededor me querían hacer algo. Comencé a sudar frío, encendí un cigarrillo y tomé un taxi sobre la séptima. Cuando llegué a la morgue, el forense me dejó analizar los cuerpos, detallé las heridas y todas eran iguales, cinco cuerpos muertos, cinco almas fusiladas por el azar. Me senté en el piso del corredor y pensé, pensé. No quería ser Lönnrot, pero sabía que estaba en el medio de algo muy extraño. Temeroso abrí la bolsa y encontré una carta, un lapicero y una postal. Leí la carta después miré la postal que venía desde Puerto Madryn y firmaba William Brett. Crucé los cables y llamé al coronel Bustillo, me dijo que qué raro todo, que me fuera a toda mierda a la comisaría, que iba a tratar de averiguar algo para solucionar esa maricada. No sabía si reírme por la vulgaridad del comandante o si salir corriendo por las coincidencias. Salí directo a la comisaría. El capitán me abrazó, me sentí muy humillado, me dijo, que mañana me iba para Argentina, que allá me esperaba un tal Y, algo así, y que todo corría por cuenta de la policía. No le entendí nada, solo supe que tuve que buscar a mi mamá para que me cuidara al perro, tenerle que repetir todas las cosas para que ojalá no le fuera a comer toda la casa. Empaqué algo de ropa, me afeité y me fui.

XV
Me chupo un pito, ¿que terminó en Colombia? Pero quién es ese pendejo, de dónde apareció. ¿William Brett, el hijo de Butch Cassidy allá? ¿El hijo de Brett? No General Bustillo, no tenía idea que ese pelotudo tuviera un hijo. Además Cassidy se murió, lo contó hasta Soriano; parecía que le estuviera haciendo un tributo, como cuando cantaban las batallas de Bolivar o San Martín. He buscado a ese pelotudo desde que tenía veinticinco y ahora que tengo casi ochenta aparece ese hijo de remilputas. No Bustillo, ¿pero quién viene? ¿Y ese de dónde salió? Y jamás lo había escuchado. ¿Viejo? Me decís viejo, Bustillo, acá me rompo el culo laburando. Igual, decile a ese que venga, yo le pago todo. No me importa Bustillo, he buscado a ese gil durante toda mi vida y no voy a ceder cuando aparece algo que me conecte a él. Bueno, chau.

XVI
Hablaron por teléfono, quedaron de encontrarse en Pueyrredon y Corrientes, para ir a tomar un café, Y no pidió anticipos, le confirmó el lugar, le recomendó agarrarse la línea B del subte y le dijo que fuera puntual pues tenía una cita a la noche con la esposa. Y colgó y llamó a su esposa, fue cariñoso, encendió un puro y fumó. Pensó en el mundial del ’42 y en Butch Cassidy solucionando los problemas en el campo de juego con disparos. Pensó en las últimas charlas con Soriano y lo extrañó. Leyó un poco de poesía, vio el estado del tiempo. Llovería al día siguiente, se acercaba el invierno. Tomó un Gancia y se echó la siesta.

XVII
Se le había hecho tarde y tomó un taxi; la cuenta le salió muy costosa, pensó en protestarle al conductor pero prefirió callarse y evitarse una discusión con un argentino. Los odiaba. Abrió la puerta del taxi, antes se miró por el retrovisor y se arregló la camisa y la corbata, odiaba vestirse así. Abrió la puerta y apenas puso pie en tierra, pisó excremento. Puteó mentalmente. Se limpió el zapato de charol en la acera enfrente al bar que le había dicho Y. Entró enojado y trató de buscarlo. Y le levantó la mano, le había exigido a Bustillo una foto de él. Su perfeccionismo no lo dejaba libre, además, tratándose del caso de Brett, esperaría que todo saliera sin falta alguna. Hablaron durante un par de horas, Y se enteró de todos los detalles de su compañero, nuevo, de trabajo y trataron de crear un plan. Y dijo que se encargaría de todo, que Brett aparecería vivo o muerto, pero que lo necesitaba junto a él, que no se devolviera a Colombia. Se estrecharon las manos y ambos se fueron; uno se perdió por el microcentro, pero aprovechó para conocer la Casa Rosada y el Luna Park; mientras que el otro se encontró con su esposa para celebrar no solo sus bodas de oro, sino la posible captura de William Brett.

XVIII
He dado vida al silencio; te he traicionado padre. No sé por qué lo hice, sufrí tu mentira y tu ausencia, el vacío que dejaste, es una huella, una sombra que me persigue hasta en mis sueños. Te busco por mis venas, te encuentro en mi mano; te conozco, reconozco tus rostros. Veo al abuelo en tus ojos, las fotos no mienten, esas tatúan la historia y lo dejan todo como una mancha enorme. Me cansé de huir y sé que el viaje hasta ahora comienza. Es hora de partir, no quise ser como tú, lastimosamente maté a cinco personas, pero la muerte de ellos era la marca de tu maldad y de tu filosofía. Solo tengo que pedirte perdón, y exigirte perdón, porque crecí sin ti, con tu silencio, con las lágrimas de mamá en mi rostro, con este mundo encima de mí por ti, por lo que eres. Cuidate papá, yo me voy, perdóname por dejarte solo, no quiero vivir más esto, quiero estar tranquilo con todos, conmigo; quiero reencontrarme con mamá y allá te esperaremos. Hasta siempre.

XIX
¿Que arrancó? Pero para qué me quería a mí acá en Buenos Aires si no estoy haciendo nada. ¿De turista? Señorita, excúseme, pero dígale a Y que tiene huevo. ¿Puerto Madryn? ¿Y eso dónde queda? ¿Cuánto? Y yo cómo me voy hasta allá señorita. No excúseme usted a mí, le parece justo, me vengo desde Colombia y este señor se larga así nomás sin avisarme nada, sin agradecerme. ¿Queja? Excúseme señorita yo llevo un buen tiempo en este medio y me parece una falta de respeto, si se lo repito cuantas veces se me dé la gana. Perdón, perdón por ser grosero, pero no tolero, me rompí el trasero, corrí peligros para que no me tenga en cuenta este hombre, ¿le parece justo? Y claro, el señor se va a llevar todo el mérito y yo voy a quedar como el huevón que soy, por colombiano…

La recepcionista no toleró más el trato recibido, lo insultó, le exigió respeto y le dijo que hasta luego. Este trató de relajarse, caminó un poco por Santafé, recorrió el barrio Palermo, pensó en Brett Jr, el nieto de Bucht Cassidy, pensó que el azar le había vencido al destino; se sintió igual de orgulloso. Llamó a Bustillo desde un locutorio y lo puteó, el general no se quedó atrás y le dijo que se devolviera cuanto antes, porque ya había terminado su labor y lo esperaban para que investigara unos desajustes en la Fiscalía. Lo mandó a la mierda y le colgó. Almorzó algo por la zona y se devolvió a su hostal en Belgrano, encendió la televisión y vio la noticia de Y con Brett preso. Miró a William Brett y le pareció encontrar en él algo del personaje de las cartas; esa desolación, ese rechazo, esa huida que había sido latente. Brett no declaró nada, Y dio un pequeño discurso y apenas escuchó los agradecimientos que este le daba, apagó el televisor y se fue al aeropuerto. Pensó en su perro, en Alejandra, quería hacerle el amor, quería que lo perdonara y estaba dispuesto a hablar con ella. Revisó el reloj en el taxi, dio una última mirada a la ciudad y se prometió regresar.

XX
“Encontramos el cuerpo del hijo de Brett, efectivamente se suicidó. Por favor hágaselo saber a Y para que informe. Lo estoy esperando, no me haga quedar mal. Bustillo”.

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