Ventanas


“La verdadera crueldad de las espinas no reside en tenerlas sino en irlas perdiendo, dejándolas prendidas en la azorada piel de quien tenga la osadía de acercársenos”

Luisa Valenzuela


Tengo el poder; el décimo piso me lo permite. La casa tiene unas ventanas enormes por donde puedo ver y disfrutar lo que pasa afuera, ver el cielo azul en verano, las hojas caer en otoño y analizar la caída libre y pendiente de la nieve en invierno. Hay ventanas en todos lados, en la sala, en la cocina, en mi cuarto, en el de mis papás y en el del abuelo. Las ventanas se inclinan ante el mundo de diversas formas, a distintos ángulos, a distintos edificios, a otras ventanas, a vidas ajenas. Espío, me gusta; siempre traigo las muñecas a la ventana de la sala y juego mientras veo pasar la vida, mientras veo al vecino de enfrente con su bata negra gigante que le cubre todo su cuerpo, hablando por teléfono, mientras en mi imaginación lo escucho haciendo algún negocio, o quizás contactando a su amante para verla en unas horas. Siempre se asoma a eso de las 8 de la mañana, desde que fui pequeña lo vi ahí en esa ventana, como si quisiera escapar de algo, de alguien. Sé que a las 8 se pone ahí para tomarse su desayuno y leer el periódico, siempre que estoy en vacaciones me levanto temprano para no perderme ningún movimiento. La televisión me aburre, pero me atrae espiar a la gente, inventarme historias, concluir finales felices, soñar con ellos, abrazarlos en sueños y matarlos en mis pesadillas. Todos los días recorro las ventanas de la casa, mi predilecta es la de la sala, aunque a veces me deslumbro viendo a las abuelas del onceavo piso que da al frente del cuarto de abuelo. Yo creo que a veces las espía; el pobre viejo quedó viudo hará unos diecisiete años. Nunca conocí a mi abuela, solo en fotos y en las historias que me cuenta el abuelo. Todas las noches, antes de ir a dormir, me cuenta algo de la abuela. Nunca me gustaron las mágicas historias de la Cenicienta, Blanca Nieves y los siete enanitos, o las trampas de la liebre para caer derrotado frente a la tortuga. Me apasionaban las epopeyas del abuelo, esas historias de la guerra, de la banda que tenía, de su trombón; de las mil canciones que le compuso a la abuela hasta que por fin pudo enamorarla y llevarla al altar. Me cuenta a veces historias de crímenes, de mujeres obesas y viejas, a veces imagino a las abuelas del piso once, tejiendo mientras le envían besos invisibles al abuelo. Esas abuelas, me enamoran, siempre están en el balcón, tejiendo, leyendo revistas y escuchando la radio a todo volumen, son tan sordas que al final es uno el que termina enterándose de la noticia del día, de la canción de moda, de los crímenes perfectos. Pero sin duda, siempre habito en la ventana, en ese espejo invisible, en ese penetrar en un mundo laberíntico, plural donde radican miles de historias, miles mundos, asesinos en serie, duelos de muerte, funerales patrióticos. Acá sigo sentada, enfrente a mi ventana, con mis gafas enormes redondas que me ayudan a perfeccionar la realidad. Mi niñera me peina y, en el piso decimo de en frente de mi casa, el perro Chompsky se asoma para tomar un poco de aire; en la casa de abajo, la señora Craig arregla las flores del balcón, les pone un poco de agua, un poco de abono y un poco de amor, para que acoja con color y hermosura una posible y repetitiva tarde de té con las amigas. En el edificio de al lado, los hermanos Coby y Bryan se pelean por el comando del atari, los gritos son fuertes e invaden el silencio de una aburrida mañana en Cleveland. Los hermanos siempre pelean, desde que les regalaron el atari, dejaron el estudio a un lado, las largas clases extendidas de guitarra y batería, para encasillarse y endemoniarse por un maldito control. A veces saco mi cabeza por la ventana, hacia la derecha, tratando de mirar el colegio donde estudio; se ve tan desolado cuando no hay clases. Siempre pasea con su rifle el señor Suchar, el guardia, que a veces me ve y me saluda. Los días que no voy a clases cuando estoy enferma, me asomo igual y veo como mis amigos llegan, algunos corriendo, algunos con sus familias; casi siempre el señor Wragg recibe a los niños, habla con sus padres y después entra a cumplir su función de director elemental.

Cuando la niñera me hace colas de caballo para que mi pelo luzca bien, normalmente a las 11 de la mañana abandono mis ventanas para ir al parque de la otra manzana a jugar con algunos amigos de la escuela del barrio. En vacaciones solemos encontrarnos y balancearnos en el columpio, jugar en la arena y construir castillos gigantes donde quizás en algún futuro viviremos y reinaremos. Un día, Lisa, la niñera, me arreglaba el cuello, me limpiaba los lentes y me dijo que fuera por mis muñecas pues pronto saldríamos a la calle, yo corrí hacia mi cuarto, entré desesperada y busqué mi Barbie. Cuando la encontré, mientras la peinaba y le cambiaba de vestido, escuché por un momento unos gritos desde afuera de la casa que rompieron el silencio de aquella mañana. Escuché unos gemidos fuertes desde alguna ventana, desde algún espejo que proyectaba, esa hoy algo nuevo. Me asomé pero no logré encontrar la ventana. Posiblemente provenía de un baño, pero no alcancé a ver nada pues eran vidrios esmaltados. Escuché una niña que gritaba, basta, no más, papá por favor no. Lisa insistió desde la sala, y tuve que irme igual, abandonando los ruidos. Salí asustada y preocupada. A veces escuchaba algunos gritos, pero eran ruidos abstractos, sonoridades dispersas que no causaban en mí importancia. Esa mañana mi estancia en el parque estuvo invadida de terror y de misterio. ¿De dónde venían los gritos? ¿Cuál de las 50 ventanas que hay en frente de la casa era la que ocultaba el misterio?

Mis días continuaron como siempre, observando. Descubrí que la señora Craig tenía nuevos vecinos, era una familia pequeña: padre, madre e hija. A la señora la veía frecuentemente asomada por la ventana, vestida de negro, llorando y hablando siempre por teléfono; en su ausencia, encontraba siempre al padre, furibundo, con una correa, una pantufla corriendo, como si persiguiera a alguien. A veces lo veía corriendo por la casa con el gato entre las manos; luego volvía con un cinturón, calentándolo, como si quisiera pegarle a alguien. Esa ventana me empezaba a intrigar, era interesante porque era la única casa que tenía las cortinas cerradas casi todo el día; yo aprovechaba los pocos minutos que se mantenía abierta para saludarlos desde mi inocencia, desde mis ojos azules y silenciosos. El resto del día, la ventana de la sala, mantenía un pedacito abierto, lo que veía era como fotografías en secuencias que alimentaran una imagen completa. Los veía mucho, pero veía poco, eran fragmentos: padre corriendo, gato humeando, niña corriendo, gato humeando, padre cargando niña, vacío, nada. Yo salía igual todos los días al parque, y siempre volvía a sentarme en la ventana a esperar un milagro y poder entrar en ese espacio, en esa mágica realidad del otro lado de la vía, de la ventana, de la vida.

A las abuelas las había abandonado un poco, aunque siempre que iba a saludar a mi abuelo estaba con la imagen fijada hacia la señora Quiona, una mujer que contenía dentro de sí esa corpulencia, ese hablado fuerte y expresivo de las matronas mediterráneas; quizás una Penélope obesa, pero magnífica. Mi abuelo no sabía cómo hablarle, ni qué gestos hacerle para que le entendiera, él igual era feliz viéndola, recordando en ella la figura de su amada, de mi abuela Tanisha, evocando las mariposas que poco a poco se le iban pudriendo en el estómago. Una noche, nos despedimos de las abuelas, obviamente, mi abuelo muy parco y muy tímido les hizo una venia y se retiro casi que temblando, yo les envié besos y ellas me respondieron con una tierna sonrisa; cuando salí al corredor, estaba mi abuelo mirándome, me tomó de la mano y me llevó a mi cuarto; me acosté en la cama y comenzó a contarme historias fascinantes, como siempre, mientras que yo estaba casi que embobada escuchándolo. Solía compararse con Ulises, por los tantos viajes que había hecho y por las historias que había vivido, no solo en algunos pueblos de Estados Unidos, sino de las ciudades donde había huido en Europa por ser judío. Me contaba también historia de sus amigos, de uno que había enloquecido abusando de sus mascotas; el pobre hombre había terminado internado en un manicomio, obviamente por otras causas, pero me pareció curioso como el hombre intentaba crear control sobre los individuos abusando de gatos, perros, loros, gallos, hombres… El abuelo se arrepintió un poco al contarme esa historia, me dijo que yo era muy pequeña para entender esos problemas, después trató de hacerme olvidar del tema contándome acerca de su primer beso con la abuela, aunque fue tierno y lloramos juntos, la historia del pobre amigo de mi abuelo me quedo fija en la mente. Crear control sobre la gente… qué extraño.

A la mañana siguiente me desperté bruscamente, un alarido me botó de la cama; descorrí las cortinas y veía a una niña arrastrándose por el piso, de pronto un hombre desnudo llegaba, pero no me atreví a ver más. Me escondí debajo de la cama mientras seguía escuchando los gritos, cada vez más fuertes, gritos con lágrimas, gritos de dolor. Yo lloré, no pude contenerme, estaba asustada, tenía miedo. Me oriné de la impresión. Ese día me mantuve lo más alejada que pude de la ventana de mi cuarto, procuré acompañar a mi abuelo mientras leía el periódico y veía la televisión, mientras de vez en cuando soltaba una mirada hacia Quiona. Esa mañana, ya un poco más tranquila, el abuelo me llevó al parque; Lisa se había enfermado puesto que el invierno había llegado con unas tempraturas muy bajas. Como toda época, mis amigos y yo habíamos descartado las construcciones de castillos de arena, por muñecos de nieve enormes. Los construíamos y después jugábamos con los triciclos, hacíamos competencias, pero las carreras eran difíciles pues la nieve hacía el piso resbaloso y el pasto, áspero. A la hora de la merienda casi todos mis amigos se habían marchado, pero ese día mi abuelo había empacado algunos emparedados y unas botellas de jugo, nos sentamos en una banca cuando vi llegar a una niña que nunca había visto antes en el barrio; traía un gato entre sus brazos y empezó a mirar al muñeco de nieve. La chica era alta como el muñeco navideño, tenía el pelo negro largo y ondulado; llevaba unas gafas oscuras enormes, y vestía de negro. Comenzó a darle patadas al muñeco, lo destrozó en pocos minutos. El gato seguía entre sus brazos, después se sentó en la butaca al frente del abuelo y yo, mientras comenzaba a mirarnos. El abuelo, siempre gentil, le dijo que compartiera con nosotros el bocadillo y tímida se acercó, agarró un emparedado y comenzó a comerlo lentamente. Al rato, llegó un amigo del abuelo y se retiró a hablar con él sin perderme de vista. “Me llamo Brenda”, me dijo algo silenciosa, “¿y tú?”. Le respondí que me llamaba Shalini y que tenía siete años. Como era navidad, le hablé mucho de Papá Noel, ella casi que me ignoró; aunque no dudó en preguntarme qué quería para navidad, le dije que quería unos nuevos tenis, pero eso sí, mi mayor deseo eran unos binóculos. Ella me miró a los ojos, no sé si sentía lástima por mí, si aún era muy inocente para hablar con ella, encendió un cigarrillo y como si las palabras no quisieran salir de su boca, musitó que quería un rifle. Por suerte en ese momento llegó el abuelo con una sonrisa acogedora, la preguntó donde vivía y supimos que ella era la vecina de la señora Craig; por fin la tenía en frente. “¿Qué le pasó al gato en la cola?”, le pregunté, ella algo asustada comenzó a tartamudear, como si estuviera inventando excusas, como si tuviera miedo, “un accidente”, se levantó y se fue, “tengo que irme, sino mi papá se va a enojar conmigo”, salió corriendo. El abuelo y yo nos despedimos con un sonoro hasta luego y enseguida salimos caminando también para la casa.

La noche de navidad, abrí mi último regalo y eran unos binóculos gigantes, recuerdo que le di un beso grande al abuelo, los probé y efectivamente, mi realidad era otra, ahora estaba más cerca de esas ventanas, como si yo fuera parte de ellos, como si mi vida se fragmentara en cada ventana y creara historias distintas. Con mis binóculos apunté la mirada a la casa de la señora Craig, ese día tenía las cortinas abiertas de par en par, y finalmente había dejado sus tardes de té, para compartirlos con su familia y con inmensos pavos que decoraban la mesa del comedor. Corrí los binóculos hacia la derecha y los hermanos abrían regalos como locos, sus padres y sus tíos se abrazaban y compartían con ellos los regalos. De pronto moví los binóculos hacia la izquierda y enfoqué mi atención a la casa de Brenda, las cortinas estaban cerradas, pero se veían las sombras de los cuerpos que estaban ahí adentro; sombras que parecían espíritus malignos y tristes, los movimientos eran lentos, llenos de dolor, de aburrimiento. El árbol de navidad estaba mal iluminado, pero se veía la sombra de un hombre que entregaba un regalo a una mujer; supuse que era el padre que estaba haciendo las veces de Papá Noel, entregando los regalos. Lo que vi me heló la sangre y me provocó un ataque de llanto algo inusual para esas fechas navideñas. Vi la sombra de un fusil que salía poco a poco de un paquete, de una caja; vi como la sombra apuntaba con esa arma a alguien, al padre, a la madre, a mí, a cualquiera. Desvanecí.

Los últimos días de diciembre transcurrieron casi que normales, gritos, uno que otro beso fugaz de las abuelas hacia nosotros, el señor de la bata negra al parecer había abandonado su casa porque no lo había vuelto a ver; la señora Craig había traído flores nuevas a su balcón y hacía lo posible para hacerlas crecer fuertes y hermosas. Yo seguí yendo al parque a jugar con mis amigos, construíamos muñecos de nieve, nos columpiábamos, jugábamos con los triciclos, hablábamos, inventábamos romances. Luego, la misma merienda y a veces, por qué no, encontraba a Brenda; cada día la veía más apagada, más acabada, casi como si fuera una muerta viva. Al final no traía más al gato, por lo que había escuchado y visto, creo que había muerto luego de que le incendió la cara. A Brenda la comencé a ver más, pero le tenía lástima, sentía el dolor que le procuraban en su casa, de los perjurios que le hacía su padre. Del infierno que vivía: se le veía en su caminar, en su forma de hablar, en su forma de cuidarse el pelo, en cómo se vestía; en las cosas que decía, a veces me asustaban mucho. Nunca entendí por qué Brenda me habló tanto como lo hizo, sabiendo que ella tenía siete años más que yo, sabiendo que yo aún no había vivido nada en este mundo para entenderla, para darle un consejo. Yo siempre le respondía con una sonrisa y un emparedado para que compartiera conmigo. Un día la invité a la casa, le enseñé las ventanas, le conté sobre algunas de las historias que veía desde mi ventana, pero evité al máximo contarle las cosas que había visto dentro de su vivienda (había obviado lo de la noche de navidad y las últimas cosas que había descubierto: el padre pegándole a la madre y al mismo señor desnudo encima de Brenda). Estuvo más bien parca con las cosas que le mostré, yo descubría que le interesaba, pero sentía que había algo en ella que le impedía disfrutar las cosas. Miró el reloj que tenía en su pulso y salió corriendo de la casa sin despedirse. Me senté en el sofá de la sala y agarré mis binóculos, traté de ver por entre el hueco de las cortinas y vi cuando ella llegaba a la casa y el padre, en vez de recibirla con un beso, le pegaba una cacheta hasta tumbarla al piso. No pude ver más, me quité los binóculos y traté de echarme una siesta, así los ruidos enfermizos de enfrente no me dejaran dormir.

Así llegó el final del mes, corría la fecha del 29 de enero, ese día había despertado con una fuerte migraña y no había ido a estudiar; traté de asomar mi cabeza lo más que pude a la ventana, con mis binóculos, a ver si veía a algún compañero para avisarle que no iba al colegio. Vi al señor Suchar y al profesor Wragg hablando, pero ellos no alcanzaron a verme; no vi a ningún amigo, así que me entré nuevamente a la casa. La mañana fue aburrida, extrañé las historias de matemáticas, de ciencias, de gramática, en casa estaba acostada mirando al techo, escuchando al abuelo quejándose por los problemas económicos. Era un día horrible, hablé con mamá y le conté que me sentía un poco mejor, pero que igual ya era muy tarde para ir al colegio. Traté de hacer alguna tarea, llenar alguna plana, colorear uno que otro dibujo, hacer algún cíclope o pantera en plastilina, pero era aburrido. Un día de semana por las ventanas es aburrido, todos trabajan; es distinto en vacaciones donde todos estamos ahí, esperando que alguien nos observe, nos controle, nos invente y nos inmortalice.

Alrededor de las diez de la mañana comencé a escuchar un ruido extraño, inmediatamente reconocí la voz de Brenda, esta vez estaba discutiendo con alguien por teléfono, estaba muy enojada, de pronto vi que se asomó a la ventana; descorrió completamente las cortinas y se sentó en el piso a mirar al frente; yo traté de esconderme, se me hacía muy raro verla un lunes en pijama en su casa. Quizás estaba enferma, yo creería que sí porque desde hacía algunos días estaba pálida, estaba acabada, estaba ojerosa, triste y melancólica. Su mirada permanecía fija sobre la escuela. Su rostro me suscitaba lástima. Yo la perseguía desde la parte posterior del sofá, no la perdía de vista. De pronto se levantó del piso y se fue.

Al rato la vi que volvió con el rifle, abrió la ventana y comenzó a disparar hacia el colegio. Mi primera reacción fue acurrucarme, como si ahora yo tratara de huir de su mirada, de su ventana, no pude contenerme y otra vez sentí que me orinaba del susto, del miedo de poder morir en el momento. Las voces de las personas aumentaron, la gente se asomó por la ventana y gritaba durísimo. Brenda apuntaba con ese rifle al frente, al colegio. De pronto vi como los niños caían heridos; recordé aquellos héroes que me contaba el abuelo todas las noches; reconocía en su rostro el odio y la frustración, la identificaba con cada bala que disparaba de ese rifle perforándole los sesos a las víctimas, como si cada bala fuese cada injuria de su padre; como si cada bala fuese cada grito que cada mañana me despertaba abruptamente de mis sueños; las balas de ese rifle, eran balas perdidas de sentidos, de inocencia, eran balas de rabia y de orgullo; era la vida desperdiciada de una niña acabada por la soberbia humana. Los cuerpos caían como las hojas en otoño, vencidas, podridas, muertas. Las calles comenzaron a llenarse con largos ríos de sangre. Las sirenas de la policía empezaron a sonar cada vez más cerca de casa, el abuelo me retiró de la ventana y me llevó a la cocina, me tranquilizó un poco. Escuché que los cuerpos del director Wragg y del guardia Suchar habían quedado sin vida, heridos por esas balas, por ese dolor, tratando de proteger algún niño, alguna vida. No me sentía bien. Escuché que ocho niños estaban heridos y que estaban graves. Las horas pasaban y Brenda nada que salía de la casa. Escuché que la condena sería larga. Se hizo noche y la sentí partir de su casa, creo que al final su historia era casi que mía, yo la había compartido con ella, de una forma aún más inocente desde el otro lado de la ventana, desde otra realidad, desde otro laberinto. Ambas estábamos en el mismo laberinto, pero cada una tenía una llave distinta para salir. Toda la noche estuve en mi cuarto llorando, escuchaba los aullido de la mamá de Brenda y por fin, el silencio de su padre, de aquél que había hecho sonar la casa y temblar todas las ventanas. Poco a poco, el silencio había vuelto al vecindario.

Al día siguiente me desperté muy temprano, saludé al abuelo en su cuarto con un sonoro beso. Descorrió las cortinas y vimos a las abuelas que comenzaban a instalarse en la terraza. Estas encendieron la radio y alcancé a escuchar algo sobre Brenda: “No me gustan los lunes. Sólo lo hice para animarme el día, no tengo ninguna razón más, sólo fue por divertirme, vi a los niños como patos que andaban por una charca y un rebaño de vacas rodeándolos, blancos fáciles”. El escucharla me hizo verla nuevamente, con su dolor, enfrente mío, me sentí aquel pato a quien pudo apuntarle, me sentí parte de su tedio, la voz de sus gritos, la agonía presente. Comentaron de su pena, de los 25 años que estaría en prisión, sentí lástima, dolí su ausencia en la ventana, en las horas de timidez en el parque. Pensé en que pasaría mucho tiempo, que cuando saliera de prisión sería otra, irreconocible, que me olvidaría, que quizás pudiera matarme como si fuera un pato, un pato aburrido paseándose por enfrente durante un aburrido lunes.


Rómpanlo todo by colectivoarden

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